El sábado, 23 de mayo del 2015, alrededor de 300 mil personas se reunieron en uno de la Plaza Salvador del Mundo en San Salvador, El Salvador. A un costado de la imponente plataforma resguardada por guardespaldas, voluntarios, guardias privados y policias, se encontraba una estatua, que pasaba casi inconspicua entre el mar de personas: La estatua al martir de amor Monseñor Oscar Arnulfo Romero.
 
La semana previa a ese sábado, San Salvador se abarrotó de romeristas ansiosos por vivir el recorrido del arzobispo asesinado por la fuerza política de sus homilías, por implementar desde uno de los puestos más importantes de la religión católica dentro de San Salvador, una teología que ponía en primer plano la necesidad de una vida digna para todos. 
 
Romero es una figura viva en San Salvador. No es extraño hablar con personas en la calle que lo hayan conocido. "Él llegaba a la barbería a cortarse el pelo, ahí lo conocí" relata un cuarenton acerca de su experiencia con Romero en su primer trabajo. "Él me casó" recordó frente a su estatua el viernes anterior a la beatificación otro. Lo trascendental del fenómeno Romero, quien esa semana me remitió a un tipo de Che Guevara de la teología de la liberación, es la fuerza que 40 años después de su asesinato, su recuerdo y su doctrina aún se sostienen como un farol en uno de los paises más violentos del mundo. 
 
Sus conocidos son muchos y sus fanáticos -a juzgar por la ceremonia de beatifiación- miles. Aquí mi perspectiva del Martir de amor, quien ocupó un espacio omnipresente en mi visita a San Salvador.

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